Me refiero a cuando la Península representaba para los más evolucionados pueblos del Mediterráneo un exótero, un Fart west, la frontera occidental del orbe conocido más allá de la cual no había sino el llanto y el crujir de dientes del vacío, el fin de lo terreno (Finisterre), la nada, o, si se prefiere, la morada de los dioses. TERRA INCÓGNITA, y, por tanto, lugar adecuado para escenificar las fábulas, marco más que pintiparado para que los héores ejecutaran sus hazañas, los prodigios acontecieran y los mitos hallaran hóspito domicilio.
Algo de esto quedó para siempre indeleble en la mente de los demás pueblos de Europa que, por mil razones, siempre nos consideraron diferentes, y hasta tiempos bien recientes, inasimilables. (ANTONIO RUIZ VEGA, "LOS HIJOS DE TUBAL").
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